Los enfermos de orgullo

Los enfermos de orgullo

Precisamente a la puerta de los reyes más grandes y exitosos acecha el pecado del orgullo, que ensombrece sus logros y corroe el reino, a veces hasta llevarlo a la ruina.

Hay dos grandes perplejidades en nuestro capítulo. La primera, ¿por qué se decretó un castigo tan severo - el exilio a Bavel - por una transgresión que parece, relativamente menor: mostrar los tesoros a los emisarios del rey de Bavel? No menos desconcertante es la reacción de Jizkiahu al decreto: “Buena es la palabra del Señor que tú has hablado” y dijo: “Al menos habrá paz y verdad en mis días”. ¿Después de mí, el diluvio? ¿Es posible que sea indiferente al destino de sus hijos y se conforme con que haya paz en su período?

La solución a ambos interrogantes es una. La jactancia ante los enviados del rey de Bavel, es un síntoma del pecado más profundo, el orgullo. “Pero Yejizkiahu no correspondió al bien que se le había hecho, pues se ensoberbeció su corazón, y así estalló la ira contra él, y contra Iehudá y Ierushalaim (Divrei Haiamim II, Crónicas II, capítulo 32, versículo 25). El orgullo de Jizkiahu no justifica una destrucción o exilio inmediatos, pero refleja una grieta que está destinada a ensancharse y profundizarse en los días de su hijo Menashé y los que le sucedieron. Menashé anuló todas las reformas que hizo su padre, e incluso hizo más mal que todos los reyes que le precedieron, y en sus días se selló el decreto de la destrucción de Ierushalaim.

El orgullo afecta todas las buenas acciones del hombre. Todo lo que debería surgir del amor y temor a Dios, se convierte en una necesidad personal, y como tal, no tiene mucho valor desde el punto de vista de hacer la voluntad de Dios. Aunque Jizkiahu erradicó la idolatría, eliminó las “Bamot”, los sitios altos, refaccionó el Templo y congregó a todo el pueblo de Israel alrededor de Dios, la nube del orgullo impone una sombra sobre sus acciones. El hijo heredó del padre el defecto espiritual, y en él incidió también en las acciones, para ser y hacer lo contrario de la voluntad de Dios.

Antes de Jizkiahu, su tatarabuelo Uziahu ya había pecado por la altivez de corazón. El rey que expandió el reino de Iehudá más que todos sus predecesores, construyó, plantó y conquistó, “Mas siendo ya fuerte, se enalteció su corazón para destrucción (suya)” y fue castigado con lepra hasta el día de su muerte (Divrei Haiamim II, Crónicas II, capítulo 26, versículo 16). En los días de su nieto Ajaz, los logros espirituales y materiales se perdieron por completo. Antes de Uziahu estuvo el rey Shlomó, quien también se corrompió al final de sus días, cayendo en los pecados de orgullo al multiplicar esposas y caballos, hasta que “su corazón se había desviado del Señor, Dios de Israel  (Melajim I, capítulo 11, versículo 9). En el período de su hijo, Rejavam, el reino ya se había dividido en dos.

Precisamente, a la puerta de los reyes más grandes y exitosos acecha el pecado del orgullo. Ahora se comprende también por qué después de todas las grandes reformas de Jizkiahu, él sufrió por el enemigo asirio y llegó al borde de la conquista y destrucción de Ierushalaim (ver nuestro comentario anterior en el capítulo 36). Ya entonces el sutil pecado de la jactancia y el orgullo ensombrecía los logros, y Dios le envió a Sanjerib y Ravshaké, para humillar su corazón

A pesar de la milagrosa salvación de manos de Sanjerib, y a pesar de su milagrosa recuperación de su enfermedad, Jizkiahu no se curó de su enfermedad más profunda, la enfermedad del orgullo. Por lo tanto, el profeta se vio forzado a anunciar con suma desilusión que dicha enfermedad carcomerá al reino y a sus herederos hasta la destrucción y el exilio, después de los cuales deberán comenzar de nuevo con la construcción de Ierushalaim sobre otras bases, que permitan una dirigencia sin la soberbia de la monarquía.

Jizkiahu reconoce la verdad: “Bueno es lo que tú has hablado” y dice gracias por no haber sido castigado como sus antepasados. No pecó como Shlomó que se desvió tras sus mujeres y construyó “Bamot”, los sitios altos en Ierushalaim, tampoco ingresó para preparar el incienso en el Templo, como lo hizo Uziahu. Visto y considerando que su pecado era relativamente menor, no fue castigado personalmente, y en su período hubo verdad y paz. No pronunció un cántico por ello, pero supo agradecer por lo logrado.

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