La profecía de los días postreros (versículos 1-4)
En el comienzo de esta profecía hay un título “Visión que tuvo Yeshayahu, hijo de Amotz, concerniente a Iehudá y a Ierushalaim”. El profeta avizora los días postreros: la Casa de Dios, el Templo, será un lugar central al cual se encaminarán todos los pueblos para aprender del comportamiento de Dios. El juicio representará un elemento central en el Templo y por consiguiente, en esos días no habrá guerras entre los pueblos “no alzará espada nación contra nación, ni aprenderán más la guerra”, ya que Dios juzgará entre las naciones “Y Él juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos” (versículo 4).
El orgullo de la persona y la grandeza de Dios (versículos 5-22)
En la primera parte de este párrafo, el profeta realiza un llamamiento a sus oyentes para que se encaminen en la luz de Dios, ya que el pueblo de Israel abandonó esa senda por la multitud de dioses, plata y oro, caballos y carros.
A la luz de todo esto, el profeta insta a esconderse de Dios. “En ese día”, el día de la calamidad y la redención, Dios afectará a todo aquello sublime y enaltecido: las personas enaltecidas, los árboles, los montes, las torres, las murallas y los barcos. Dios los habrá de afectar con una finalidad. La persona habrá de comprender que es humilde mientras que Dios es altivo, “Y la altivez del hombre será postrada, y la soberbia humana será humillada, y el Señor solo será ensalzado en aquel día” (versículo 17). A raíz de ello, la persona renunciará a los dioses y tendrá temor reverencial a Dios. El profeta concluye la profecía con la demanda de que sea comprendido el lugar de la persona en el mundo, frente al lugar de Dios “¡Dejen, pues, del hombre, cuyo aliento está en su nariz!”